¡Señoras y Señores,
bienvenidos al mayor espectáculo del mundo!
A continuación relató el jefe de
pista, tengo el honor de presentarles
al más valiente e intrépido domador de fieras. El inigualable Jéremi Páez.
Fuertes aplausos recibieron al veterano domador que, enfundado en su maillot
granate y cubierta su espalda con una espectacular capa dorada, entró
presuroso en la pista central del circo inclinanando respetuosamente su
cabeza
ante tan entregado público. Sin más preámbulos, se desprendió de su capa y
se
introdujo directamente en la gran jaula que compartían leones y tigres.
Jéremi hizo sonar su látigo que
resonó como un trueno. Las fieras rugieron
amenazadoramente y comenzaron su rutina.
Claudio Páez, hijo del domador, esperaba su
turno para actuar alojado
en su rulot-camerino. Inevitablemente, como desde aquel lejano día que se
atrevió a manifestar sus
sentimientos a su padre, al escuchar, desde la pista, el
chasquido del látigo de doma, amplificado por los altavoces, su corazón se
chasquido del látigo de doma, amplificado por los altavoces, su corazón se
aceleró y comenzó a temblar mientras
le brotaba de su frente aquel sudor frío
que le calaba hasta el alma.
Esa noche, como otras tantas, Claudio
se la tenía que jugar. Intentaría,
una vez más, el más difícil todavía: la triple vuelta mortal en el trapecio
instalado en la cúpula del circo.
El número de las fieras
llegó a su fin. El domador remató su
actuación haciendo chasquear continuamente el látigo sobre las cabezas de
las
fieras mientras éstas, erguidas sobre
sus patas traseras, amenazaban
cansadamente abalanzarsesobre él.
Claudio observó de reojo
el gran reloj situado al fondo de su rulot.
Faltaban cuarenta minutos para su
actuación. Continuaba la opresión en su pecho.
Cada vezle costaba más disimularlo y nunca pudo compartir con nadie su
secreto:
¡le tenía miedo al trapecio! pero
más a su padre “el gran domador de todo”.
¡Respetable público!,
continua el espectáculo resonó de nuevo por
la megafonía. En unos instantes lo imposible se hará realidad y la
realidad
les parecerá imposible. Ante ustedes los fantásticos contorsionistas-malabaristas
“Trupe Marions” llegados del circo Renglin
de Estados Unidos exclusivamente
para nosotros.
Mentalmente, Claudio
calculó el tiempo; tras los Marions, los payasos,
y después, después su angustia y desazón envueltas en una sonrisa de
celofán,
entrarían en la pista. Cada vez le atormenta más el recuerdo de aquel
desdichado
día en el que se lo confesó a su padre:
¿Qué dices? le
gritó sin contemplaciones su progenitor. Miedo,
que tú tienes miedo a las alturas.
Con la mirada desatada y
el mismo látigo de doma, con el que
atemorizaba a las fieras, Jéremi se lo crujió a pocos centímetros
de la oreja, tan
pocos que Claudio percibió aterrorizado en su cara el soplo que produjo el
tronar
del látigo.
Los fuertes aplausos que retumbaban a su
alrededor, procedentes de la
pista, le devolvieron a un presente huérfano
de ilusiones. Contempló, con sus
ojos inundados de melancolía, el
póster que guarda desde niño, enmarcado y
colgado en su camerino. En él, grandes letras anunciaban a la singular
malabarista
del trapecio
“La princesa rusa” una estilizada y
guapa mujer. Era la madre que tanto añoraba
y echaba a faltar. Según su padre, a los pocos meses de su nacimiento,
desapareció del circo con el encargado de taquillas.
¡Respetable público, ya
pueden respirar! comentó irónicamente el
presentador. Despidamos, como se
merecen, a estos artistas prodigiosos,
Los Marions.
Llegó el momento. Todos en el circo sabían
que el arriesgado número
del trapecio era el gran reclamo para llenarlo cada noche. Claudio se ciñó
en
las ingles el maillot celeste, apretó sus muñequeras, giró pausadamente su
cuello a ambos lados y estiró sus músculos dorsales. La transpiración
comenzó
a resbalar por su tez morena y cara
aniñada, en la que sus ojos castaños
tenían una pátina de tristeza que delataba una nota discordante en su atractivo
rostro. Se acercó al mueblecito-bar, extrajo una
botella de güisqui y se sirvió
un abundante trago en un vaso. Era otro de sus secretos, el que le da valor
para subirse cada día al trapecio. A
continuación se dirigió a la pista central
y esperó junto a sus compañeros,
entre la tramoya, que finalizaran los payasos.
Mientras se despedían los payasos, Jeremi, su
padre, que a pesar
de estar al borde de la sesentena, tenía una envidiable figura, se dirigió
a
su hijo con el mismo rictus en la cara que cuando bregaba con las fieras.
Claudio dijo mirándolo
fijamente, traspasándolo, espero
que esta noche, ahí arriba, ejecutes con maestría el triple salto que tanto
se te resiste y que no lo acabas de bordar. La gente paga por ello, recuérdalo.
Si, padre contestó
sin poder sostenerle la mirada. Perdona,
subo un momento a mi camerino
¡Pero si están a
punto de anunciarte! le recriminó.
Sólo es un segundo subió
corriendo a su rulot y volvió a sacar
la botella de güisqui. Esta vez se la llevó directamente a la boca.
¡Señoras y Señores! tronó por megafonía
tras el redoble de
tambores. Llegó el momento
esperado. La valentía, el riesgo y el arte se
escriben con mayúsculas en lo más
alto de la lona. Ante ustedes, el
increíble
Claudio Páez, el volador de la
pampa.
Él saludó educadamente al respetable
desde en centro de la pista,
se frotó las manos con magnesio y comenzó a subir a pulso por la gruesa
cuerda hasta la plataforma, anclada
a pocos metros de la cúpula, donde
esperaban sus compañeros.
Sin ninguna dificultad, Claudio
ejecutó limpiamente las piruetas
rutinarias con su equipo, y que le
servían de preparación para el gran
momento. Tras finalizar varias y
espectaculares series se refugió en la
plataforma recibiendo las primeras
ovaciones.
A continuación: dirigió una mirada
cómplice a su compañero de
acrobacia indicándole el dos con los
dedos. Con su trapecio, Claudio
se desplazó hasta la plataforma de
enfrente; levantó su brazo
derecho dando la señal, y se lanzó
vertiginosamente con su trapecio al espacio.
Se balanceó rítmicamente hasta
alcanzar la altura prevista. Su compañero
esperaba el momento justo para
lanzarle el trapecio vacío. Claudio recogió
sus piernas hasta la altura del pecho y se soltó. En el aire giró con su cuerpo
recogido. A la segunda vuelta se
estiró como un gato y sus manos buscaron
desesperadamente el trapecio que le envió su compañero. Lo alcanzó con una
mano y la punta de los dedos de la
otra. Se sintieron murmullos y algún grito
entre los espectadores. Al final
consiguió, a duras penas, hacerse con el control.
Sus compañeros respiraron aliviados
cuando se unió a ellos.
Fuertes aplausos
tronaron entre el enardecido público.
El sonido amplificado
de los vítores, arriba en la cúpula, y la
euforia que le provocaba el alcohol,
desataron la adrenalina del trapecista.
Colócate en posición,
Juan vociferó Claudio, señalándole el
tres a sus compañeros.
Juan, el recogedor, hombre
de su confianza y el que le tenía
que agarrar en el aire, le comentó encarecidamente que mejor lo dejara
para otro día. Claudio ni le
escuchó, estaba decidido a todo. Con su trapecio
se trasladó hasta la plataforma
contraria. Esperó que Juan comenzara a tomar
altura, bocabajo en la barra de su trapecio, y sujetándose sólo con las
piernas.
Claudio contó los balanceos de su compañero y emprendió
la más difícil de
las acrobacias aéreas. Consiguió su
máxima velocidad y altura, sus movimientos
eran frenéticos; miró de reojo a su
compañero y se soltó. Por la inercia, iba
cayendo hacia abajo dando vueltas en el aire como una peonza. En el tercer
giro se estiró desesperadamente
intentando agarrarse a las manos
salvadoras de su compañero. Faltó coordinación y apenas consiguió rozarlas.
Gritos de pánico en la pista cuando
Claudio cayó como un fardo.
Afortunadamente, la red
de seguridad aguantó la caída, pero lo
rebotó hacia arriba varios metros.
Claudio, algo aturdido, no pudo recomponer
la figura y cayó fuera de la
protección.
El golpe fue brutal contra el tatami
de la pista. Hasta en las primeras
filas se escuchó el crujir de sus
huesos. Se quedó inmóvil, con los ojos abiertos
y la mirada extraviada, mientras un silencio sepulcral enmudeció a los
espectadores.
Su padre acudió
corriendo con su cara desencajada y se arrodilló
incrédulo junto a él, fuera de si,
intentó inútilmente que se incorporara. Pero lo
que vio reflejado en los ojos inmóviles de su hijo, por primera vez en su
vida,
le hizo fluir algo parecido a unas lágrimas. Miró hacia arriba y arrojó con rabia
al centro de la pista el látigo de doma que llevaba colgado en el cuello.
al centro de la pista el látigo de doma que llevaba colgado en el cuello.
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