domingo, 4 de diciembre de 2011

REFLEXIONES EN VOZ ALTA

¿Qué cual es mi historia? Mi historia es la de un mediocre habitante de este planeta, que mediocremente vivía, hasta que un día se planteó: ¿Vale la pena esta vida? Intenté averiguarlo tras mucho reflexionar solicitando en mi empresa un año sabático. Todavía hay compañeros del banco donde trabajaba que dudaron de mi salud mental cuando supieron lo que pensaba hacer. El boeing 794 rumbo a la Republica de Tanzania, certificaba que no era un sueño lo que iba a iniciar. Aquella O.N.G. de voluntarios del tercer mundo me iluminó sobre la manera de encontrarme conmigo mismo.

El hospital donde prestaría mi ayuda, por llamarlo de alguna forma, era donde se atendían a las parturientas hasta que daban a luz. Viendo la situación tan dramática de falta de recursos de aquel lugar, comprendí tras cuarenta y cinco años, la diferencia entre lo que era vital y lo que era superfluo. Me asignaron “por mis grandes conocimientos” el tema organizativo de la menguada despensa de la que disponían, situada en el humilde hospital maternal. Poco a poco, como la fina lluvia, fueron calando en mi corazón aquellas gentes con sus alegrías, sus agradecimientos, su ingenuidad y su conformismo. Antes de mi paso por aquel país, era una persona de carácter más bien indiferente hacia los niños pequeños, pronto se tornó en pura ternura cada vez que una de nuestras parturientas alumbraban una nueva criatura. A los seis meses de mi estancia en el sur de Tanzania ayudando a aquella gente, me desconocía a mi mismo. Yo, Luís Páramo, subdirector de uno de los más importantes bancos del país, llevaba en brazos a un bebé negro como la noche, con su carita satisfecha después de ser amamantado por su madre y le daba golpecitos en la espalda para que sacara el aire. En aquellos increíbles meses verdaderamente supe lo que era vivir. La felicidad sólo era cuestión de abrir nuestro caparazón y dejar que fluya sin cortapisas la ternura. Conseguí gracias a mi insistencia, que las provisiones de alimentos y medicamentos básicos fueran engordando nuestra despensa. La sensación de que lo que hacía tenía una razón de ser y que el esfuerzo personal repercutía en la mejora de la vida de aquellas personas, me inundaba de paz y bienestar. También los malos días hacían acto de presencia en forma de partos difíciles, en el que no se podía hacer nada por el niño ni por la joven madre.

Un médico holandés de la organización médicos sin fronteras y dos enfermeras religiosas de origen latino, completaban el personal que atendía aquella institución. El material instrumental para operaciones de cesárea y partos dificultosos hacían reír a la enfermera del consultorio. Era todo lo que disponía aquel barracón militar reconvertido en hospital. Pero también en esta desolada tierra donde la gente apenas consigue sobrevivir, existen personas que encaminan su vida hacia su personal provecho, aunque para ello tengan que hacer sufrir hasta sus propios amigos y familiares. Yazir era un voluntario tanzano que ayudaba a las embarazadas procedentes de aldeas y poblados explicándoles que lo mejor para ellas y sus hijos era que parieran en el hospital bajo los cuidados expertos de un doctor europeo. Una vez convencidas, las transportaba en un viejo jeep hasta el hospital. Pero a Yazir le tentó la avaricia tras observar con cierta envidia como poco a poco conseguíamos, a golpe de cartas a todas las embajadas, cruz roja internacional y a las organizaciones no gubernamentales, que nuestra alacena tuviera cierta reserva de alimentos. El tanzano traicionó a sus gentes y a nosotros, probablemente por dinero. Se puso en contacto con un grupo tribal de mercenarios, que tanto abundan en estos países, y les habló del “gran tesoro” que habíamos acumulado. El infeliz pensó que aquellos alimentos y medicamentos sería un botín importante para ellos y se conformarían. Cuando se disponían a introducirnos en un camión al médico y a mi sin muchas contemplaciones, Yazir los interceptó diciéndoles que ese no era el acuerdo. Caro le costó el error. Una ráfaga de metralleta a bocajarro acabó drásticamente con la discusión.

Fuimos secuestrados y pidieron un rescate a nuestros países para liberarnos. A Borg, el médico holandés, no volví a verlo más. Fui torturado, vejado y pasé hambre. A los doscientos cuatro días me comunicaron que me iban a liberar. Me vendaron los ojos y me subieron a un vehículo. Tras unas horas de abrupto viaje se detuvieron junto a unas ruinas de lo que había sido una antigua ermita. Esperaban miembros de la cruz roja y de la embajada de mi país que se hicieron cargo de mi y me trasladaron a la central de policía en Dadoma, donde presté declaración.

Poco tiempo me costó recuperarme físicamente, sin embargo todavía persisten las pesadillas en las cuales sigo reviviendo aquellos terribles días de secuestro. Decidí volver a mi antiguo trabajo en el banco, que por cierto, se negaban a readmitirme alegando que superé con creces mis “vacaciones” sin la obligada autorización por escrito. Quizás la presión mediática me ayudara ya que poco tiempo después recibí una amable carta del director general en la que me decía que, dado la peculiaridad de mi caso, serían comprensivos y me readmitirían. He intentado continuar con mi rutinaria vida: las copas con amigos después del trabajo, el partido de tenis el sábado por la mañana, el fútbol los domingos por la tarde en el televisor..., pero ya nada es lo mismo que antes de mi rocambolesca aventura. Cuando cierro los ojos, a veces invaden mi mente y secuestran mi calma los monstruos de las dudas que continuamente inducen mis pensamientos y reflexiones hacia terribles interrogantes ¿Valió la pena? ¿Hice algo de provecho? ¿Para qué tanto sufrimiento? ¿Porqué me dejé influir? Mi habitual optimismo queda deshecho. Otras veces como hoy, contraataco con mis signos de admiración ¡Hiciste lo correcto! ¡Lo volverías a repetir! ¡Ayudaste a mucha gente! ¡No te rindas! Con un gran esfuerzo de sentido común, arrincono en la zona oscura de mi mente al incisivo enemigo. Esta noche la batalla queda en tablas. Abro los ojos y miro hacia la mesita donde tengo varias fotos de mis amigos de Tanzania. Estoy rodeado de parturientas y otras con sus preciosas criaturas en brazos. Sus miradas parecen traspasar el papel y acunarse maternalmente en mis cinco sentidos. Esbozo una amplia sonrisa escoltada por mis valientes signos de admiración: ¡Definitivamente, me vuelvo a Tanzania!

jueves, 4 de agosto de 2011

OFLODA EL BONACHÓN

Érase una vez, no hace mucho tiempo, vivían felizmente en un bonito pueblo con vistas al mar, y a un suspiro de las montañas, una família compuesta de tres miembros y un anciano perrito.

Todo en la casa de Ofloda, que es como se llama el padre, Adanimuli la madre, e Imul la hija, era armonía, trabajo y amor. Pero la vida es una aventura imprevisible, y nuestro destino, una incógnita indescifrable.

Aquel desdichado domingo de Abril, Ofloda, radiante en el porte y suavemente envuelto en un aroma floral, salió a comprar el diario como lo hacía habitualmente cada mañana. Él es una persona de estatura media y de mediana edad, tez morena, cara redondita y ojos vivarachos que nunca se pierden un detalle. Un generoso y espeso bigote remata su fisonomía dándole un aire de buena persona, un hombre bonachón como dirían nuestros abuelos.

Nuestro protagonista, tras hacer su recorrido dominical, y mientras hacía tiempo para volver a su casa, entró como de costumbre en una taberna del barrio a tomarse un cafetito. Nadie en el local se percató que tras él, de una manera sigilosa y desapercibida, entraba un personaje de vestimenta oscura y rostro inexpresivo donde destacaban unos ojos de mirada siniestra. Era el sicario de las tinieblas y llevaba tiempo espiando a Ofloda el bonachón. Ya conocía sus hábitos y costumbres, y aquel domingo de Ramos fue el elegido para llevárselo con él tras sentenciarlo con un conjuro maléfico:
“¡Había envenenado las tres palabras que iba a pronunciar nuestro hombre!”

El camarero, inducido por el malévolo, le dejó el café a nuestro protagonista en el mostrador. Junto a la taza había un pequeño sobrecito. Ofloda, tras observar el plato, no se lo pensó dos veces y, entonando la voz, le dijo al camarero:
- ¡¡Sacarinas no, azúcar!! -y se desplomó fulminado.
El infame sicario, con una leve sonrisa, saboreaba su nuevo triunfo. “Otro más para mi”, pensaba el cabronazo.


Pero, con lo que no contaba el maligno era que, no sólo él seguía a Ofloda, sino que también le rondaban y de cerca, sus Ángeles de la Guarda. Éstos, una mujer y un hombre, bajo la apariencia de policías, entraron raudos en el bar y socorrieron, sin perder un segundo, a Ofloda. La situación era desesperada: el conjuro maligno utilizado era muy poderoso. Sus Ángeles no se desanimaron, comenzaron su labor sin demora con movimientos mágicos hasta conseguir debilitar el letal hechizo. Por fin, Ofloda empezó a respirar despacito, ya, sus Ángeles habían evitado lo peor.

Los médicos, llegados en una ambulancia, lo estabilizaron y corriendo mucho, mucho, con las sirenas pregonando la gravedad del ocupante, a un hospital muy grande se lo llevaron. Nuestro hombre estuvo muy delicado durante unos días. Sus Ángeles de la Guarda, todo el tiempo estaban con él protegiéndolo, pero dejando que los médicos hicieran su trabajo. ¡Qué listos sus Ángeles!

Su mujer Adanimuli, e Imul su hija, lloraban y lloraban desconsoladamente, ya pensaban que nunca más su Ofloda sería el mismo de antes, y ellas lo querían tanto.

Al séptimo día, muy dolido de cuerpo y algo despistadillo de mente, nuestro querido bonachón, por fin, se deshizo del maligno hechizo y ¡¡abrió los ojos!!

No os podéis imaginar, ni por un segundo, la explosión de júbilo de su mujer. La cara de Adanimuli era una simbiosis de sonrisas, lágrimas fluyendo sin parar y labios besando tiernamente cada centímetro de la cara de Ofloda. Los preciosos ojos negros de su hija Imul, enrojecidos de tanto llanto, resplandecían de alegría y esperanza. Las dos abrazadas ¡cómo lloraban y lloraban! pero esta vez, que maravillosa diferencia, las lágrimas que manaban de sus ojos eran de amor y de agradecimiento...

Ya, Ofloda el bonachón se recuperó, y está en su casa al lado de sus seres queridos y de su entrañable perrito, de nombre Ipuy, que también lo quiere mucho, y seguro que después de la increíble experiencia los tres lo quieren más. Y colorin colorado, este verdadero cuento de Ofloda el bonachón, su maravillosa familia y sus Ángeles de la Guarda, se ha acabado.

lunes, 21 de febrero de 2011

ESPERANZA

Son las seis de la mañana. Esteban, después de un frugal desayuno y tras recoger en su morral provisiones, inicia una mañana más su camino hacia el embarcadero.
Esteban Almengual, descendiente de una estirpe de marineros, sube a su desconchada barca en el puerto de los pescadores. Iza el ancla y pone rumbo noroeste, zona costera, cuatro millas mar adentro. Nunca imaginó ni por un instante, pensaba él, que su vieja barca volvería a navegar día tras día para aquella dolorosa misión.
Los primeros rayos del sol se liberan de la niebla matinal. Aparece un amanecer perezoso que deja ver una mar resplandeciente y en calma.
Pasan las horas lentamente. Es mediodía, el astro rey está en su máxima altura. Esteban sigue escudriñando el monótono y suave oleaje. De pronto, como impulsado por un resorte, se pone de pié. Con sus prismáticos ojea concienzudamente el horizonte. Su corazón se acelera, cree divisar a lo lejos la barca de su hijo Alex. Tras unos segundos de esperanza, se sienta, y la melancolía vuelve a ocupar el sitio de la esperanza. Se aferrar con rabia a la caña del timón.
Acerca la mano a su descolorida gorra y la ajusta en su cabeza, dejando entrever su plateado cabello.
Sus remendadas redes permanecen ordenadas en la bodega. Siempre dispuestas para ser lanzadas a la mar. Pero no es la falta de pesca lo que a Esteban Almengual, viejo lobo de mar, le tiene encogido el corazón
Su rostro de pómulos prominentes y arado de arrugas, atestigua la dureza en la desigual lucha que ha mantenido durante sesenta y nueve años con el gélido viento del norte, con la mar enfurecida, y el sol abrasador.
Sigue mirando como un vigía a popa y babor casi sin parpadear. Aprovecha que la mar está en calma para comer. Aunque tarde, piensa que Alex, aparecerá por el horizonte.
Mientras se introduce en la boca pedacitos de queso y pan que corta pacientemente con su inseparable navaja, sus inquietos ojos quisieran atravesar el oscuro mar de fondo y como un faro incandescente poder escrutar hasta el último rincón de este hermoso, pero traicionero mar atlántico.
Esteban era hombre cabal, creyente y practicante hasta hace veinticinco días. Todavía le hiere y no puede olvidar aquella frase que escuchó el domingo en la misa, tras la terrible desgracia. Cuando el cura, refugiado en la palabra de Dios, les exhortó en la homilía diciéndoles:
-¡Hermanos, la voluntad del Señor siempre es justa por muy dolorosa e incomprensible que nos parezca!
A él, algo no explicable con palabras se le rompió en su alma y en su fe.
El sol se pone por estribor. Aparecen por el norte nubarrones negros que presagian tormenta. Esteban comprende que en esta jornada ya no puede hacer nada más. La mar, que hace unos momentos era apacible, se ha convertido en una furia y su olas golpean fuertemente a su frágil embarcación. Con dificultad se incorpora y consigue, no sin cierto trabajo, girar el timón noventa grados y enfilar la proa hacia la costa, en dirección al puerto. Su querido, su odiado mar, tampoco hoy le devuelve lo que le pertenece.
Esteban entra por la bocana del puerto. Amarra fuertemente su barca y echa el ancla. Saluda a nuevos y viejos compañeros. Marineros todos, hombres curtidos en mil batallas navegando por los mares del mundo. Con todas también pudo Esteban. Todas, menos con la que lucha últimamente.
Se dirige hacia su domicilio. Su andar es lento y fatigoso, sus pies apenas los levanta del suelo para dar el paso, como si llevara sobre sus espaldas todo el peso de la humanidad. Entra en su casa y sale ha recibirle apresuradamente Ana, su esposa, que durante las últimas semanas, el dolor y la pena la han envejecido como si hubieran transcurrido lustros. Ella no le pregunta nada al ver su cara abatida. Él le dice, al ver tres cubiertos en la mesa, que retire uno. Que Alex no ha llegado aún al puerto.
Ana y Esteban se abrazan, se reconfortan mutuamente. Luego, sentados en el sofá se miran y se refugian en un silencio hablador. Sus pensamientos siguen anclados en el recuerdo de Alex, marinero e hijo único de ambos.
Desapareció en la mar hace veintiocho días, cuando una traicionera borrasca volcó su barca con él dentro... En la zona costera, cuatro millas mar adentro