lunes, 21 de febrero de 2011

ESPERANZA

Son las seis de la mañana. Esteban, después de un frugal desayuno y tras recoger en su morral provisiones, inicia una mañana más su camino hacia el embarcadero.
Esteban Almengual, descendiente de una estirpe de marineros, sube a su desconchada barca en el puerto de los pescadores. Iza el ancla y pone rumbo noroeste, zona costera, cuatro millas mar adentro. Nunca imaginó ni por un instante, pensaba él, que su vieja barca volvería a navegar día tras día para aquella dolorosa misión.
Los primeros rayos del sol se liberan de la niebla matinal. Aparece un amanecer perezoso que deja ver una mar resplandeciente y en calma.
Pasan las horas lentamente. Es mediodía, el astro rey está en su máxima altura. Esteban sigue escudriñando el monótono y suave oleaje. De pronto, como impulsado por un resorte, se pone de pié. Con sus prismáticos ojea concienzudamente el horizonte. Su corazón se acelera, cree divisar a lo lejos la barca de su hijo Alex. Tras unos segundos de esperanza, se sienta, y la melancolía vuelve a ocupar el sitio de la esperanza. Se aferrar con rabia a la caña del timón.
Acerca la mano a su descolorida gorra y la ajusta en su cabeza, dejando entrever su plateado cabello.
Sus remendadas redes permanecen ordenadas en la bodega. Siempre dispuestas para ser lanzadas a la mar. Pero no es la falta de pesca lo que a Esteban Almengual, viejo lobo de mar, le tiene encogido el corazón
Su rostro de pómulos prominentes y arado de arrugas, atestigua la dureza en la desigual lucha que ha mantenido durante sesenta y nueve años con el gélido viento del norte, con la mar enfurecida, y el sol abrasador.
Sigue mirando como un vigía a popa y babor casi sin parpadear. Aprovecha que la mar está en calma para comer. Aunque tarde, piensa que Alex, aparecerá por el horizonte.
Mientras se introduce en la boca pedacitos de queso y pan que corta pacientemente con su inseparable navaja, sus inquietos ojos quisieran atravesar el oscuro mar de fondo y como un faro incandescente poder escrutar hasta el último rincón de este hermoso, pero traicionero mar atlántico.
Esteban era hombre cabal, creyente y practicante hasta hace veinticinco días. Todavía le hiere y no puede olvidar aquella frase que escuchó el domingo en la misa, tras la terrible desgracia. Cuando el cura, refugiado en la palabra de Dios, les exhortó en la homilía diciéndoles:
-¡Hermanos, la voluntad del Señor siempre es justa por muy dolorosa e incomprensible que nos parezca!
A él, algo no explicable con palabras se le rompió en su alma y en su fe.
El sol se pone por estribor. Aparecen por el norte nubarrones negros que presagian tormenta. Esteban comprende que en esta jornada ya no puede hacer nada más. La mar, que hace unos momentos era apacible, se ha convertido en una furia y su olas golpean fuertemente a su frágil embarcación. Con dificultad se incorpora y consigue, no sin cierto trabajo, girar el timón noventa grados y enfilar la proa hacia la costa, en dirección al puerto. Su querido, su odiado mar, tampoco hoy le devuelve lo que le pertenece.
Esteban entra por la bocana del puerto. Amarra fuertemente su barca y echa el ancla. Saluda a nuevos y viejos compañeros. Marineros todos, hombres curtidos en mil batallas navegando por los mares del mundo. Con todas también pudo Esteban. Todas, menos con la que lucha últimamente.
Se dirige hacia su domicilio. Su andar es lento y fatigoso, sus pies apenas los levanta del suelo para dar el paso, como si llevara sobre sus espaldas todo el peso de la humanidad. Entra en su casa y sale ha recibirle apresuradamente Ana, su esposa, que durante las últimas semanas, el dolor y la pena la han envejecido como si hubieran transcurrido lustros. Ella no le pregunta nada al ver su cara abatida. Él le dice, al ver tres cubiertos en la mesa, que retire uno. Que Alex no ha llegado aún al puerto.
Ana y Esteban se abrazan, se reconfortan mutuamente. Luego, sentados en el sofá se miran y se refugian en un silencio hablador. Sus pensamientos siguen anclados en el recuerdo de Alex, marinero e hijo único de ambos.
Desapareció en la mar hace veintiocho días, cuando una traicionera borrasca volcó su barca con él dentro... En la zona costera, cuatro millas mar adentro